22 de abril de 2009

El Músico Ambulante


Muchos tenemos la costumbre de pensar que nuestra vida es ordinaria; que las cosas que hacemos cualquiera las hace igual o mejor que nosotros. Lo cotidiano es sencillo y esa sencillez es lo que hace de un día, cualquier día, maravilloso. No somos conscientes de eso. Antes, en la época en la que la gente vivía en pequeñas aldeas, todos se dedicaban a su oficio, unos herreros, otros cultivando; las amas de casa con los niños y los oficios del hogar y así, cada quien en su labor. Hoy en las ciudades se podría pensar que, guardando las proporciones, ocurre lo mismo sin ningún cambio significativo. Los abogados en los juzgados, el periodista en la prensa, el arquitecto en la obra, el ingeniero… donde sea que se le necesite. No obstante, si lo piensas, hay en nosotros y en los demás una versión gigante de cada uno. Una versión que ignoramos, que no creemos que exista, que no se muestra y que es en verdad más cercana a nuestra auténtica persona. Muchos hombres y mujeres van por la vida creyendo ser iguales al resto sin caer en cuenta de lo extraordinaria que es su propia existencia. Cada anécdota, una historia única; cada decisión importante, una epopeya en la que, de una u otra forma, se juega la vida. Somos, sin saberlo, héroes con dramas, comedias y tragedias personales dignas todas de ser contadas. Esto es sólo un ejemplo.
Esta historia va de alguien a quién hemos visto todos. Alguien a quién tú y yo, incluso alguna vez juntos, vimos frente a nosotros. Es la historia de Wladislav. Lo sé, no te suena su nombre, de hecho, es posible que sin pensarlo mucho creas que no has conocido a nadie que se llame así, pero sí, si lo conoces. Es un músico. Él está siempre allí con sus manos arrugadas y su traje de otro tiempo tocando el Cello para el agrado de los que pasan por su calle. Digo su calle, porque si no estuviera él, no sería distinta de cualquier otra calle y en ese caso no sería de nadie. En la calle de Wladislav se cruzan muchas historias y de ellas ya quizá te contaré alguna luego, pero hoy quiero que reconozcas a este anciano búlgaro que se planta a tocar arias y piezas clásicas para el gusto del viandante. Él no lo sabe, pero es muy importante. Lo es al menos para mí que te cuento esto y para ti que lo estás leyendo.
Verás, yo le conocí una noche cuando iba de camino a la Plaza Mayor. A pesar de la hora y el clima, era ya de noche y hacía un frío atroz, curiosamente muchas personas se amontonaban alrededor de algo que yo aún no alcanzaba a ver. Me acerqué. Paso a paso mientras lo hacía entendí el porqué estaba esa gente estaba allí. Alguien estaba interpretando lo que después sabría era Bach. No era una pieza muy conocida. Ahí estaba él sentado en su banca plegable mientras todos guardaban silencio con expresión expectante y ojos muy abiertos. Su viejo cello, a la vista tallado más por el tiempo que por el lutier que muchos años antes lo fabricara, cantaba. La belleza de la melodía contrastaba con la torpeza de los movimientos de los delgados brazos del músico causados por culpa el abrigo que lo protegían de las heladas corrientes que corrían por la calle. Su arco acariciaba las cuerdas, el viento, los oídos de todos, mis oídos… la agitación de los gestos de su rostro nada tenía que ver con la dulzura de las notas que subían y bajaban como las alas de un ave en vuelo. Eso lo sentí yo y creo que todos los que contemplábamos a ese hombre en su oficio. Cada vibrato, cada cambio de nota, cada tensión de la melodía venía a nosotros y se quedaba dentro de los que habíamos detenido la marcha para oírle. Cuando la pieza acabó aún la conservábamos en nosotros y nos tomo un par de segundos reaccionar y aplaudir aquella interpretación que con maestría había logrado. Muchos siguieron su camino, otros se sacudieron la calderilla en el tapiz que nuestro musical compañero había dispuesto para ello. Yo aún volaba con las notas, el arco y las cuerdas incluso después de los aplausos. Solo reaccioné cuando empezó a tocar de nuevo.
Así le conocí. Sin previo aviso, sin cruzar palabras, sin saber que su nombre era Wladislav y que era de Bulgaria. Sin embargo, no fue el verle en ese momento lo que lo hizo importante, fue el día en que los dos fuimos a escucharle. No había mucha gente y que tocó expresamente esa pieza porque se lo pedí. Era Bach de nuevo. Recuerdo que le dije "Disculpe, ¿Sabe el Aria en Sol Mayor?" Él levantó la cara algo sorprendido, al parecer no hablaba mucho con su público, y sin mediar palabra, alzó el arco y empezó a tocar. Allí estábamos los dos prácticamente solos. Wladislav y su cello fueron testigos de excepción. Te tenía conmigo y te abrazaba, y la música a nosotros. No sé si caíste en cuenta, yo casi te acariciaba al ritmo del arco sobre las cuerdas con la esperanza de que cantaras como aquél instrumento. La verdad, no creo que te fijaras, pero ahora da lo mismo: Ese abrazo fue lo mejor que me diste y es el recuerdo especial que de ti tengo. Creo que a pesar de guardar muchos recuerdos de las personas con las que compartimos mundo, siempre solemos seleccionar uno en concreto para luego, cuando es preciso, traerlas de nuevo a nuestra memoria. Eso nos hace únicos, como únicos son Wladislav y tú para mí. Te lo dije. Conocías al músico y él a nosotros, a nosotros y a lo que sentíamos. Fue muy bonito, sí, de veras muy bonito…
Puede que pienses que esto que te cuento ya no es sobre el músico sino sobre nosotros, pero estarías equivocada. Nosotros solo fuimos una parte de la historia de Wladislav. Él con suma paciencia espera en su calle a que alguien le pague una moneda por su arte y dedica su vida a su música, como antaño hicieran el herrero a sus herramientas o el sembrador a su huerta. Él puede pensar incluso que es solo un músico más de los que tocan en la calle pero, sabes, aunque quizás haya alguno que toque Bach igual que él, o de hecho, mejor, para mí nadie es como aquel desgarbado anciano. Él se deja el aliento en transmitir alguna emoción, algún sentimiento o algún recuerdo; se dedica a su oficio mientras nosotros... ¿Qué diré de nosotros? Ya ni siquiera somos. ya no hay nosotros. Tú ya no estás conmigo, estas con otro que ¡Qué Gracioso! es más pequeño pero más grande que yo... y yo aún escucho a ese músico ambulante, a Wladislav, como aquel día, encontrándote en instantes ciegos sin buscarte, en su calle, volando entre sus notas.

2 ya dijeron que pensaban. ¿Y tu?:

Guille... estoy gratamente sorprendida! siempre he sabido la linda persona que eres... pero este talento no lo conocia y cada vez me gusta mas... todos tus escritos son muy interesantes, me quedo hay pegada leyendo y cuando termino me acuerdo cuando eramos chiquis ... como a pasado el tiempo--- ¡Felicitaciones! un abrazo
Katherine A.

Es evidente. Nos hallamos ante un escritor nato, ante un narrador recursivo y agudo, versátil y audaz. Un embrujador con la palabra capaz de intimar con muchedumbres y capaz de trasportarlas, desde otra mirada y horizonte, a nuevos y sorprendentes mundos. Este elogio sincero es un humilde llamado para que Gómez López entre pronto y de lleno en el universo editorial y periodístico. La crónica, puede ser el espacio desde donde recree, en su sentido más inmediato y en el más radical, a sus fieles lectores. Bel Ruthé

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