Hubo una mujer a la que nunca pude conocer. Una pequeña que sería tierna, dulce y sencilla; que arreglaba su ropa cuando la lavaban y que le encantaba el chocolate hasta hacer que le doliera el estómago. Una chica buena. Una que de niña va de su casa al colegio y de regreso, y que solo se escabulle de sus padres para tonterías. Al menos me gusta pensarlo así. Que aprende de casa, del colegio y de la calle. Que aprende. Una joven lista, preparada; con metas, sueños e ilusiones. Intuitiva y persuasiva. Astuta e inteligente. Delicada y femenina. Así era. Ya mayor era deseada. Era una mujer buena, de esas a las que uno pretende como esposa y presenta a la familia. Cuando se casó, llegó a ser una gran ama de casa, una mujer de familia, con hijos a los que formar, con un esposo feliz de tenerla a su lado porque sabía que era valiosa. Una que era madre, profesional, amiga y mujer, en especial eso, una gran mujer. Él la veía tal como era. Una mujer con un futuro por construir. ¡A esa! ¡A esa mujer la hubiera querido conocer!... No pude. Quizás si ella hubiera repasado sus pasos, con algo de suerte, me hubiera visto. Hubiera visto en mí un buen consejero, un sencillo ayudante, un incansable paño de lágrimas. Un amigo. Un buen padre. Un buen hombre. ¡Qué Tristeza! Esa mujer que tanta paz pudo haber inspirado, esa que pudo haber guiado mis pasos dejándome guiar los suyos, nunca llegó a mi camino. Murió antes de nacer. La mató el olvido. En verdad lamento que nunca la podré conocer.