¡Ay hijo!... Si pudiera ser más preciso y no decir sólo que es el rojo el color de las fresas aunque estas se tiñan el corazón de blanco, como el corazón de las madres, que es rojo de amor y en el centro blanco de pureza. Que es en ellas, tanto en las madres como en las fresas, un color dulce, pero que, del mismo modo, puede ser un color ácido, como en los dulces que de chico yo comía al salir de la escuela. Que puede ser brillante, como la luz de un semáforo, o ceniciento, como la antigua tapicería aterciopelada de los muebles de la casa de la abuela.
¡Ojalá, hijo, pudiera!... Pero solo puedo decirte que está en todas partes. En las banderas de muchos países, incluso en la nuestra, donde simboliza la sangre que los padres de la patria dieron por la libertad, aunque muchos de ellos —irónicamente— eran de familias de “sangre azul”.
¡Ay Esteban!...¡¿Qué puedo decir yo?!... Qué rojo es el color del vino, bebida que calienta la sangre y alegra el corazón. Decirte… Anticiparte mejor, qué en el rojo vino descubrirás tanta alegría como la que sintiera yo al ver a tu madre sonrosada al despertar, o tanta pena como con un rojo cero en un examen de geografía. Ojalá pudiera decirte, de una manera menos torpe, que el dulce vino, aunque rojo como las fresas, no es dulce como ellas sino como la vida misma y que quizás Dios, en uno de sus habituales guiños, hizo a propósito la sangre y el vino del mismo color para recordarnos que ambos son dulces y agradables en su justa medida pero que si se excede esta, la resaca es inevitable.
Quizás Dios nos quería mostrar que la vida es como una copa de vino. Breve. Quizás quiso hacer ver que en el vino hay un trabajo incalculable y que su llegada a la botella, esa misma que tanto alegra la mesa, es fruto de largas jornadas y de esfuerzos inestimables. Como la vida.
Hay tanto que quisiera enseñarte con ese color. Qué se puede mostrar imponente en el cielo, como en un atardecer hace muchos años que tuve la fortuna de presenciar en la lejana ciudad de Mompox, donde el rojo del cielo besó al río Magdalena y cubrió toda la vida como si fuese un gran manto. Uno brillante del tamaño de la esfera celeste. Como un semáforo gigante. Qué no hubo árbol ni casa que no fueran rojos por unos segundos antes de hacerse la noche. ¡Dios y sus guiños!...Quizá así, con un semáforo gigante, quería mostrarnos que es preciso hacer pausas en la vida para que esta nos deslumbre. Para que la podamos saborear… como al vino. Él no pierde la oportunidad para lucirse como un celestial amante de la belleza.
Pero hijo, he de confesarte que no soy sabio y hay mucho de la vida que no sé y que no tendré tiempo para descubrir. No obstante, ese velo que cubre tus ojos y que te impide verme ahora puede que nunca se levante y no quiero perder tiempo para decirte como son las cosas en este mundo al que acabas de llegar, este que he vivido y que espero puedas ver, así sea a través de mis ojos.
Aún me quedan muchos colores, mi tarea es larga, pero si tuviera que quedarme con uno, uno solo para explicarte el mundo, ese, Esteban, ese sería el rojo.