WIGOblog

Una iniciativa de creación literaria. Cuentos, microrrelatos y poesía.

SUEÑOS DE NIÑOS

–El cielo…el cielo… –Aún era temprano y no se podían ver las estrellas, de hecho, no veían más que un azul infinito sobre ellos– ¿Una nube? –Preguntó él, notando que no había ninguna.

OBITUARIO - JAIRO ANÍBAL NIÑO

Ha muerto un hombre cuya madurez fue inocencia. A quien los años no le sumaron adultez sino infancia; un hombre que regalaba bosques en cajas de semillas y veía flotillas enteras de barcos en charcos.

NEGRO

—Recostado sobre la cama miré a través de la ventana en la que apenas se proyectaba la luz de una escuálida luna opaca, seguramente por el paso de una nube —dijo el anciano con parsimonia, mientras ponía azúcar a su café. Luego de probarlo, continuó—

CONTENER EL ALIENTO

Contener el aliento,//Cerrar los ojos.//Recordar.//Intentarlo, al menos.//Recordar la valentía heroica,//la intrepidez diaria.//La infantil alegría,//la mañana clara.

4 de diciembre de 2009

La Triste de la Escalera

No sé quién era esa mujer porque no me atreví a hablarle. Ninguno de nosotros lo hizo. Sin embargo, el raudal de tristeza que brotaba de su mirada era tal, tan inconsolables parecían esos ojos, azules y vidriosos que contenían el llanto, que era inevitable preguntarse qué le había ocurrido para encontrarse en semejante agonía. ¿Qué clase de pena era esa que casi sin verse, sin siquiera oírse y sin necesidad de tocarse era evidente? Cualquiera que fuera, más allá de toda duda, era una tan amarga, tan fuerte y rotunda, que como el metro que llegaba, estaba ahí, feroz e irremediable, dejándose escuchar mientras descuajaba el alma de la muchacha.
«¡Pobre chiquilla!» Dijo por lo bajo una anciana dos peldaños adelante de mí. Los que estaban detrás de mí también murmuraban. No era yo el único que la notaba. Crepitando, su alma se resquebrajaba dolorosamente entre sollozos que retumbaban a lo largo de las escaleras de la estación de metro. Ella bajaba y yo subía. A su alrededor, quienes por mala fortuna la escoltaban, lucían apocados y mustios. No estábamos solos. La estación bullía como cualquier martes en la mañana, pero su zozobra, la de la muchacha, —¡Sabrá Dios su causa!—era de tal magnitud que, sin importarle la gente, se desbordó desde sus ojos más allá de las escaleras, bajó y, despeñándose cual cascada, llegó al fondo de la estación, inundó la línea, los vagones, los pasillos... Nadie, al final del siniestro, era ajeno a la pena sin nombre de aquella que, cubriéndose el rostro, sollozaba.
El paisaje era desolador: Flotando antes de naufragar, hojas de periódicos gratuitos parecieron, por segundos, ser pateras, chalupas infames de malas noticias, funestas en más de un caso, que sucumbieron ante el desconsuelo que cargaba la triste de la escalera. Ella sólo guardaba silencio.
Interrumpida por ese gimoteado peculiar, propio de un alma que llora sin lágrimas, la amargura esparcía a su alrededor un sedimento espeso, intragable, inaudible e insoportable. Era melancolía, era duelo; pero también despecho y a la vez angustia. Era mucha tristeza. Eran todas las tristezas. Todas las conocidas y una, la más cruel e inextinguible, la desconocida de la que ella, sólo ella, sabía el nombre. Todo el desamparo reclutado como legión en una sola persona; era amargura en su más pura forma.
Al fin la escalera terminó. Ella seguía descendiendo. Nosotros, los que subíamos, libres de aquel melancólico naufragio, llegamos a nuestro destino. Todos a los que la casualidad había reunido allí nos dispersamos con indiferencia. En lo que a mí respecta, lo que empezó siendo piedad terminó siendo temor. Temor que aún conservo por esa oscuridad, la de esa mujer que se cruzó en mi camino, la misma de la que se compadeció la anciana, dueña de los ojos desbordantes de tristeza. Ella era también una víctima: Mi angustia es por esa pena sin nombre que ella en algún lugar encontró. Temo encontrarla también a mi paso, al doblar cualquier esquina y no poder reconocerla; que me esté esperando en algún libro o a esté a mi vera todo el tiempo tras las sombras, o en la mía propia  esperando algún descuido para embestirme y que ¡ay de mí! no pueda defenderme. Ese día —¡Ojalá pudiera olvidarlo!— a pesar de que la luz ya me acompañaba al caer sobre los peldaños más altos de la escalera, la oscuridad de esa tristeza, tan negra e insondable como el túnel del metro por el que ellas, la mujer y la amargura, seguramente partirían, aún me acompaña, me acosa y me desvela.

A la Mitad de una Frase

Hoy, a la mitad de una frase, se terminó la tinta del último de aquellos bolígrafos que  ya hace tiempo compramos juntos. Fue cuando sucedió, a solas con mi agenda en la biblioteca, que caí en la cuenta de como, poco a poco tus cosas, esas que alguna vez fueron nuestras y que te mantenían a salvo en mi memoria, lenta, sí, pero irremediablemente, se habían agotado, como agotada estaba la tinta que allí, en la hoja, se hundía agonizante en las fibras del papel.
Así como tu recuerdo, la otrora oscura línea con la que garabateaba mis apuntes, es ahora apenas un gris y entrecortado rastro plagado de vacíos, espacios huecos y en blanco. Una línea rota; solo un rastro. Una herida causada por una mano agresora con una punta de acero. Solo eso deja adivinar el frustrado intento de escribir. Un simple pliegue grosero. Una arruga.
Aún conservo el bolígrafo como en la agenda, la hoja. Pero si te empeñas en mantenerte lejos; en no ser línea sino espacio en blanco; en olvidar dejar rastro y ser solo herida, arrancaré la hoja y encontraré otra pluma, —un lápiz quizás—, y, aunque me duela, me desharé también de tu recuerdo.

21 de noviembre de 2009

Cuando las Personas Quieren


Son raras las personas cuando quieren. Si él quiere, ella no. Si quiere ella, él no. Si ambos quieren, no pueden. Si pueden, pelean. Si pelean, uno se rinde. Si uno se rinde, ambos fracasan. Si ambos fracasan, se frustran. Si se frustran, lo recuerdan. Si lo recuerdan, lo repasan. Si lo repasan, uno lo intenta. Si uno lo intenta, es que quiere. Son raras las personas cuando quieren. Si él quiere, ella no. Si quiere ella, él no.

Sueños de Niños


–Una Flor –dijo la niña.
–Un ave –dijo el niño.
–…mmm…–la pequeña se arregló el flequillo con la mano y, alzando la mirada, exclamó –el cielo, el cielo azul.
–El cielo…el cielo… –Aún era temprano y no se podían ver las estrellas, de hecho, no veían más que un azul infinito sobre ellos– ¿Una nube? –Preguntó él, notando que no había ninguna.
–…Una nube…mmm… Sí. Pero si es blanca. –repuso ella.
–Entonces, una nube blanca…–dijo él con una sonrisa– pero ¿y si fuera gris?
–Bueno… –sonrió la niña– en ese caso… ¡Lluvia!
–… ¿Lluvia? –Preguntó perplejo el niño– Hoy no. Pero agua sí.
–Un río entonces.
–El mar, mejor.
–Un océano entero –dijo ella.
–Pescadores.
–¿Conoces a alguno? –pregunto al niño con curiosidad.
–No –dijo él–, pero los envidio. Debe ser bonito vivir en el mar. Papá y yo –una mueca de disgusto se dibujó en su rostro– vivimos en un piso muy pequeño. Él trabaja en un edificio muy gris… Quizás a él le gustaría más trabajar en el mar.
–Sí, seguro que sí… ¡Es tan bello! –Suspiró ella– Con sus peces… Sabes, me gustan los peces.
–¡A mí también!... –dijo él– ¡…En especial asados!
Ambos rieron pensando en pescados asados, desde el pequeño Querubín, la mascota de su clase; un pequeño pescado rojo que siempre había estado ahí, hasta los que habían visto en los libros. Luego ella continuó:
–¡Tú solo piensas en comer! –Lo reprochó en broma–…entonces, una cena.
–Una cena, bien… –dijo él–…Una casa.
–¿Grande?
–Sí, muy grande. Con patio y antejardín. Con una gran sala.
–¿…Y con ventanas grandes?
–Él Continuó –…Y ventanas grandes, y paredes blancas.
–…Me gusta el blanco. –Dijo ella interrumpiéndole–
–A mí también.
Ambos guardaron silencio. No fue sino hasta ese momento en que se dieron cuenta de lo que estaban hablando. Ella se arriesgó:
–¿Una familia? –Preguntó.
–Con un hijo –dijo él.
–Dos. – dijo ella.
– Vale…–Respondió entusiasmado el pequeño– y todos en la mesa cenando pescado.
–¡No! Pescado no. No me gusta. –Ella frunció el ceño y él no dijo nada durante unos segundos… Hasta que ambos sin planearlo exclamaron— ¡Pollo!
Guardaron silencio un segundo y luego soltaron una carcajada.
–¿Eso quieres? –preguntó la niña.
–Si –dijo él– que sea pollo... ¿Y en el centro de la mesa?
Entonces ella se levantó, fue a un matorral cercano y tomo una margarita. Antes de marcharse corriendo a casa, se acercó al chiquillo y, dándole la flor y un inocente beso en la mejilla, susurrando le dijo –Una flor… Esta flor–.

Dialogo


Eran dos personas charlando en aquel lugar, pero más allá del idioma, mientras los labios decían verdades a medias y las manos espantaban las dudas como a moscas, los ojos, delatores insensatos, gritaban, sin dejarse una coma, lo que sentía de verdad su corazón.

18 de noviembre de 2009

Cinco Microrrelatos

I
Era ésta una hoja que cayendo de un Arce fue por el frío viento del otoño llevada lejos a marchitar, que es morir para las hojas, con tan buena fortuna que conoció rumbo a la tierra, el paraíso, al enredarse gloriosa en tu cabello.

II
¿De veras crees que estamos lejos? Estar lejos no es no verte o no hablarte; o no ir de la mano ni hacerte regalos. No. De hecho, es justo lo contrario. Es verte en la gente y hablarte en el aire; ir de tu mano en mi mente y hacer de mis sueños, regalos. ¿De veras crees que estamos lejos?

III
Revolución Francesa… Revolución Industrial… Revolución Rusa… Revolución Tecnológica… ¿Por qué insistimos en revolucionar antes que en evolucionar?

IV
Inicio, programas, accesorios… ¡¿Qué hace mi nombre en esta carpeta de su ordenador?!

V
Disculpe, ¿Tiene el libro "Demolición de Castillos en el Aire para Dummies"?

11 de noviembre de 2009

Superhéroes

La paciencia es en definitiva una virtud heroica. Sin embargo, es preciso apuntar que nuestros héroes contemporáneos, los que se ven ahora en TV o cine, no destacan por esperar a que pase algo sino que, todo lo contrario, tan obstinados como superdotados, se lanzan en cualquier aventura sin detenerse a analizar la situación a la que se enfrentan. Ellos, los héroes, o tienen una mítica capacidad de comprensión de la realidad tan heroica como lanzar fuego con los ojos y no calculan las consecuencias de sus actos porque, como decía el más heroico de todos, todo “estaba fríamente calculado”, o los guionistas y escritores de sus historias los han dotado de una impaciencia innata, heredada de los tiempos que vivimos. ¿Dónde quedó la homérica espera de Aquiles quien paciente y constante sitió Troya durante diez años? ¿Dónde están las sucesoras de Penélope? Es triste admitirlo, pero han cambiado tanto las cosas que lo “heroico”, que según el diccionario es algo “propio de un héroe o relativo a él; acto de gran valor, de nobles virtudes y sacrificios elevados que realiza una persona” queda apretujado en millones de oficinas, calles y hogares sin la más mínima recompensa. Sí, es cierto. Ahora aquellos que tienen este tipo de virtudes dedican su tiempo a estar frente a un escritorio viendo como con una lentitud proverbial se llena una barra de descarga en la pantalla de un ordenador tan viejo como lo permita Windows XP; otros se dejan horas haciendo filas, solicitando auxilios, subsidios o hipotecas para intentar vivir y no solo sobrevivir. Son pacientes en medio de situaciones desesperantes e incluso desesperadas. Vivimos el absurdo en lo cotidiano. Es más heroico un tipo que lleva una doble vida, una sosa de periodista torpe y otra de superhombre volador e invulnerable, que una mujer sencilla, con un trabajo mal pagado y absorbente, en una casa poco menos que ruinosa, que sostiene a dos hijos -¡felices además!-y los manda al colegio todos los días sin irse a la cama sin cenar. Tan contradictoria es, que más heroico un tipo sin amigos que hace telarañas y combate villanos trastornados de personalidades imposibles, que dos personas comunes que mantienen a flote una relación sobrellevando y corrigiendo sus defectos durante décadas. ¿Es paradójico, no? Que los héroes de verdad se sienten a nuestro lado en el autobús sin despertar un ápice de atención mientras otros, superhombres y supermujeres imposibles impulsados por la magia de los efectos especiales, sean promovidos a ilustres ciudadanos sin ni siquiera ser reales. ¡Así es nuestro Mundo! Un lugar donde muchos prefieren creer que un ilustre vecino de Ciudad Gótica o Metrópolis los puede venir a saludar antes de estrechar la mano de su propio vecino. No pretendo negar la idea de héroe tiene un papel simbólico importante como idealización de algunas cualidades humanas pero, ¿Son en verdad los héroes de hoy un modelo a seguir?

30 de octubre de 2009

Los Impertinentes


Las hazañas de los hombres, sus esfuerzos y preocupaciones, sin tener en cuenta su proporción o intensidad, siempre han exigido encontrar un lugar especial, uno donde liberarse del mundo. Desde antiguo ha sido así, pero hoy es tan meritorio encontrar este lugar singular como los son las empresas que nos obligan a buscarlos. No obstante, por fortuna, existen. Unos escogen algún parque, un árbol especialmente acogedor; otros, el encierro de una habitación. Pero algunos, quizá menos numerosos que los demás pero no por ello menos importantes, acuden a las bibliotecas. ¿Quién no ha sentido paz ante el silencio enmarcado en el paso de las páginas? En las bibliotecas, sin importar su tamaño, vive el silencio. Un silencio distinto que se acompasa con el sonido de bolígrafos de lectores impenitentes que se encierran en mundos de papel. Lectores que llegan, o bien para huir de una realidad terrible, bien para comprenderla o, aún mejor, impulsados por el simple disfrute de compartir algo de su tiempo con autores de otras épocas a veces inimaginablemente lejanas. Real o inventado, el mundo nunca es el mismo cuando se mira desde el banco de una biblioteca.
Pero en ese paraíso lleno de pastas duras y blandas, de héroes y villanos, de cuentos y tratados, de fotos antiguas y discursos eruditos, no todo es perfecto. Es este también territorio de fuerzas hostiles que en ocasiones hacen plantearse al descuidado lector si la tortura y el asesinato son malos en sí o esto depende de la victima. A estas potenciales víctimas he decidido llamarles “los impertinentes” que son, por definición, aquellos que perturban los paraísos personales de otros. Al igual que en los parques están, entre otros, los dueños de las mascotas que no recogen lo que estas hacen y, en la discreción de las habitaciones, suele haber algún molesto y bullicioso familiar de carácter demasiado sociable, los lectores, yo entre ellos, tienen a sus impertinentes particulares que por azar o destino son más difíciles de identificar que otro impertinente cualquiera.
Los impertinentes de biblioteca son seres de naturaleza extraña. Una naturaleza que conspira en contra de su propia supervivencia en forma de decisiones en apariencia inocentes que los transforman en cuanto ponen un pie en cualquier archivo o sala de lectura. Son numerosos. Por lo habitual se presentan en grupos aunque un solo impertinente instruido es suficiente para cubrir la tarea de diez novatos. Hombres o mujeres de cualquier nacionalidad, estrato o edad –siendo frecuentes los pequeños impertinentes– aparecen envueltos en atuendos tan impertinentes como ellos mismos: ¡Aquí una de esas decisiones en apariencia inofensivas! Los impertinentes dirán: “¿A quién pueden molestar mis zapatos con suela de goma?” ellas, las impertinentes, quizás pensarán: “A nadie le molestarán mis tacones, ¿Para qué llevar bailarinas?... ¿A quién le importará?” ¡A nosotros, los que habitamos entre libros! ¡A los lectores, a quienes vamos a las bibliotecas! Todos hemos podido seguir a alguien sin verle gracias al rechinar de la goma contra el brillante suelo; no son raras las veces en que hemos sido sacados a taconazos de nuestra lectura mientras alguna impertinente bajita y antipática, feliz como unas castañuelas, abandona presurosa la sala en medio del más estruendoso trote de caballo. Inconscientes de su naturaleza, al ir de compras eligen desde los bolsos más plastificados –que son los que más ruido hacen– hasta los timbres más bulliciosos para móvil, que siempre olvidan desactivar. Imanes de pequeños y estridentes accidentes, los impertinentes sonríen sin gracia cuando su torpeza, que les hace tropezar con sillas y derrumbar pilas de libros enteras, genera un ruido ensordecedor capaz de enmudecer el fragor de una batalla, sea esta en Mordor o en Inglaterra. No comprenden que el sutil lenguaje de imperio de los libros va de los susurros hasta, en urgencias, las señas de manos. Los impertinentes, como sacados de un zoco medieval, parecen vendedores vulgares que sostienen en sus manos tesoros invaluables.
Entre el golpeteo de los bolígrafos contra las mesas y los suspiros lastimeros que el lector recién exiliado de su libro profiere por su causa, los impertinentes son clasificables: Está el molesto, que durante una breve estancia hace todo tipo de ruidos. El enojoso, que nos interrumpe actuando en nuestra contra de manera directa, ya sea estrellándose contra nosotros, moviendo la mesa o forzando nuestra área de lectura. El cócora, que “amablemente” nos interrumpe preguntándonos cosas. El chinchorrero, peculiar por su incapacidad de mantenerse callado, al estar siempre rodeado de congéneres suele platicar voz en cuello y sin inmutarse ante la mirada agraviada de los lectores. Para terminar, está el irritante, que condensa en si a todos los anteriores, capaz de tirar papelillos a la cara de otros impertinentes e incluso de algunos lectores, mientras riendo se dirige a la salida con sus rechinantes zapatos con suela de caucho.
En este punto cabe preguntarse: ¿Han hecho algo los lectores al respecto? ¿Acaso es más fuerte el sonido de una silla o un móvil que su voz? A esto último es preciso decir que sí, dentro de una biblioteca, de lo contrario serían también impertinentes. Pero, ¿y afuera? ¿No hay manera de crear una coalición anti-impertinente? Algunos lectores cuentan, perdón, no cuentan, susurran, que hubo alguna vez un lector que lo intentó: ¡Alzó su voz pidiendo silencio!... y enseguida fue expulsado por impertinente.
Sin embargo, aquel lector no fue el primero ni el último en intentarlo. En una biblioteca no muy lejana, un ávido lector de tratados militares propuso, ¡A través de una nota, claro!, que todos los lectores se pusieran en pie de guerra, haciendo de la biblioteca un frente compuesto por silentes columnas móviles de lectores que repelieran a los impertinentes. El plan era sabotearlos, extraviar sus espantosos móviles y sus libros de consulta, expulsándolos de forma definitiva en operaciones relámpago que los dejaran leyendo en las aceras. Otro lector, avezado en psicología y psicoanálisis, propuso llevar a cabo un ejercicio conductista con los impertinentes. Perseguirles con la mirada, haciéndolos sentir incómodos ocasionando su posterior retirada, esto de acuerdo con el modelo de estimulo-respuesta de Pavlov.
Entre los lamentos escritos que rodaban por la biblioteca de mano de los lectores habituales de las tragedias de Eurípides y Esquilo, un estudiante de administración de empresas envió un memorando general planteando la creación de una nueva biblioteca dirigida en exclusiva a los impertinentes. Esta posibilidad fue rechazada categóricamente por el colectivo de lectores de Proudhon, Bakunin y Thoreau, todos ellos anarquistas que reivindicaban su derecho a no pertenecer a nada que atentara contra su autonomía. Un publicista esbozó un cartel que exigía la salida inmediata de los impertinentes que gozó con el beneplácito de la mayoría de los lectores de la biblioteca, no obstante, un lector de aspecto huraño renegó diciendo que había llegado el momento de tomar una “acción directa” sobre los impertinentes y que el afiche por si solo no haría la diferencia.
Mientras los lectores de lírica redactaban elegías a la muerte del silencio entre los lectores y un historiador escribía sobre la gloria perdida de la más valiosa de las bibliotecas, la de Alejandría, un niño, un pequeño de ocho años a lo sumo, tomo asiento junto a una lectora. Ella, que frenética escribía sobre la situación de los impertinentes con avisos coloridos que ponían “¡Extra!”, “¡Últimas Noticias!”, “¡Avance Informativo!”, hacía el tráfico cada vez más intenso. El crío notó que nadie hablaba sino que se pasaban notas. Él sacó un folio algo arrugado de su morral y con una caligrafía torpe y poco menos que indescifrable escribió:
“¿Podrías leerme este libro?”
Extendió un verde tomo de cuentos junto a la nota y la pasó a aquella trajinada señora. Ella dejó de escribir, leyó la nota y señalando al niño la pasó a su vecino, este al siguiente y así hasta que todos la leyeron. A medida que iba rotando el papel, el tráfico de folios, memorandos y comunicados con estrategias para deshacerse de los impertinentes fue aligerándose hasta desaparecer. Los lectores recordaron otros tiempos, remotos para algunos y más próximos para los más jóvenes; pensaron en cuando siendo aún niños también quisieron leer, pero el silencio fúnebre de la biblioteca los espantó. Los más viejos reflexionaron sobre como muchos años antes abandonaron las lecturas y se internaron en otros oficios y su tiempo libre los disfrutaron en las terrazas, perdiendo tiempo, tiempo valioso, que ya de mayores echaron de menos al contemplar las estanterías con miles de libros apilados que ya no tendrían oportunidad de leer. Muchos, todos en realidad, recordaron cuando ellos mismos fueron impertinentes y distrajeron las lecturas de muchos. Fue solo un momento, pero todos los lectores se contemplaron a sí mismos en aquel niño.La lectora abandonó sus lápices y abriendo el libro desde el principio, empezó a leer en voz alta. Los lectores supieron que era un cuento. Ella leía sin prisa ante los ojos como platos del niño que a su lado la miraban. No hubo protestas ni suspiros de indignación. No hubo tampoco miradas quejumbrosas o bolígrafos repicando contra las mesas. Ya nunca más se intentó expulsar a los impertinentes porque, como dice algún refrán “El que pregunta, saber quiere”, y no hay suela o tacón, ni móvil o conversación, que sirva de excusa para que alguien no pueda ir a la biblioteca a hallar esa respuesta y, con suerte, encontrar ese lugar especial en donde descansar del mundo leyendo tranquilamente un libro.

26 de octubre de 2009

¡Hoy es Lunes!


Hoy es lunes, y como lunes que es creo que es bueno empezarlo con algo bueno, empezarlo diciendo que te quiero mucho. Pero, sabes, la verdad hay algo que me preocupa. Espero que todas las semanas empiecen igual... ¡Hay calendarios que en rebelión contra mí empiezan a veces en domingo! ¡Eso es una grave amenaza y debo tomar cartas en el asunto! Mi estrategia es simple: ¡Es quererte siempre!... De lunes a domingo. Los calendarios no tendrán oportunidad en mí cruzada contigo...
Mi pelea no es contigo... de eso me he dado cuenta... es con los calendarios... Empiecen en lunes o en domingo. Pero soy listo. Espero, de veras espero, me baste eso para alcanzarte. De no ser así me sentiré defraudado de mí mismo, sea miércoles, viernes o domingo. Alcanzarte, estar contigo así sea festivo... en especial, de hecho, si es festivo: ¡Porque festivo viene de fiesta y fiesta es mi vida cuando estoy contigo! No importa, ahí si no importa, que día de la semana sea... Total, si estoy contigo, el tiempo es mi amigo, pero en tu ausencia es mi peor y más fiero enemigo. Pero, hoy es lunes, y es preciso quererte, quererte toda y quererte mucho, al menos, hasta el próximo domingo.

1 de septiembre de 2009

Que te sientas bien es mi deseo....

Que te sientas bien es mi deseo.
Decirte algo, lo que sea preciso.
Que te sientas como en la mañana,
feliz y tranquila, relajada.

De eso extraño que sientes a veces,
que no hay nadie ni otro momento,
ni ningún otro sitio del mundo,
que ese café, ese vino, esa cama.

Eso que sientes y resume todo.
Esos instantes, esas palabras.
Esos días en que sientes que todo,
todo vale la pena por ciertos momentos

Que sientas como siento estando contigo,
Que me tengas a mí. Aunque no es mucho,
Ahí, a tu lado. Saberme contigo.

Como que la vida se resume,
Como un comentario.
Como algo breve, como un espasmo.

Ausencia


Ella leía sus cartas antes de que llegaran. Cerraba sus ojos y, orante como era, recitaba sus rezos una y otra vez hasta que, de la nada, aprecian ante ella las palabras que su esposo al otro lado del río, más allá del valle y la cordillera acababa de escribir. Antonio le contaba sus penas, la soledad que sentía al no tenerla a ella, ni a ella ni a las niñas, a las que suponía dormidas en la pequeña habitación que con gran esfuerzo ayudaba a pagar. A la luz de una lámpara de petróleo Antonio escribía y soñaba. Eugenia también lo hacía con él, mientras con los ojos cerrados seguía leyendo como su esposo ausente le describía una casa, una casa grande, con pérgola, parcela y jardín; con un patio de ropas, uno enorme, en el que ella vestida toda de blanco colgaba unas sabanas, escuchando reír a las niñas a su lado. Antonio describía imponentes las acacias que cubrían con su sombra aquella parcela imaginaria que ambos, a pesar de la distancia, se habían empeñado en levantar. Él se había ido a Venezuela con el propósito de conseguir un buen trabajo, sin embargo, no logró otro puesto más que el de peón en una hacienda a las afueras de la ciudad. Lo que debió haber durado unos cuantos meses llevaba ya más de tres años. Antonio con un trabajo mal pagado y ella, con sus hijas, cosiendo ropas de familias de abolengos inventados para intentar vivir dignamente. Eugenia lo hacía todo para poder, al final de la jornada, cerrar los ojos y leer... y soñar. Soñar con cartas que rogaba al cielo no dejaran de ser escritas, que no dejaran de ser su sueño, el de Antonio y el de ella, ese que justificaba esa ausencia.

29 de junio de 2009

Una Mujer que Nunca Estuvo


Hubo una mujer a la que nunca pude conocer. Una pequeña que sería tierna, dulce y sencilla; que arreglaba su ropa cuando la lavaban y que le encantaba el chocolate hasta hacer que le doliera el estómago. Una chica buena. Una que de niña va de su casa al colegio y de regreso, y que solo se escabulle de sus padres para tonterías. Al menos me gusta pensarlo así. Que aprende de casa, del colegio y de la calle. Que aprende. Una joven lista, preparada; con metas, sueños e ilusiones. Intuitiva y persuasiva. Astuta e inteligente. Delicada y femenina. Así era. Ya mayor era deseada. Era una mujer buena, de esas a las que uno pretende como esposa y presenta a la familia. Cuando se casó, llegó a ser una gran ama de casa, una mujer de familia, con hijos a los que formar, con un esposo feliz de tenerla a su lado porque sabía que era valiosa. Una que era madre, profesional, amiga y mujer, en especial eso, una gran mujer. Él la veía tal como era. Una mujer con un futuro por construir. ¡A esa! ¡A esa mujer la hubiera querido conocer!... No pude. Quizás si ella hubiera repasado sus pasos, con algo de suerte, me hubiera visto. Hubiera visto en mí un buen consejero, un sencillo ayudante, un incansable paño de lágrimas. Un amigo. Un buen padre. Un buen hombre. ¡Qué Tristeza! Esa mujer que tanta paz pudo haber inspirado, esa que pudo haber guiado mis pasos dejándome guiar los suyos, nunca llegó a mi camino. Murió antes de nacer. La mató el olvido. En verdad lamento que nunca la podré conocer.

3 de junio de 2009

Amor y Ortografía

¡Hay amor!
Así no lo veas,
así no lo sientas,
así no lo tengas.

¡Ahí, amor!
En tus amigos,
en tus enemigos,
en los desconocidos.

¡Ay, amor!

¿Por qué?
¿Aunque te veo, te siento y te tengo?
¿Por qué?
¡Aunque eres mi amigo y también mi enemigo!
¿Por qué?
¿Por qué eres ahora un desconocido?

30 de mayo de 2009

Un Encuentro Singular


De pie en la esquina de una calle cualquiera, al menos para mí hasta ese día, allí estaba ella. Fue su culpa que esa calle existiera para mí. De no haber sido por verla esa tarde desde el autobús no me habría fijado nunca que allí, en ese lugar, había una casa blanca con un antejardín enrejado donde crecía antinatural una preciosa planta de jazmín. Sí. De ella es la culpa de que yo ahora al pasar cuente los diez barrotes de aquel enrejado oloroso a flores ante el cual ella ese día se detuvo a esperar el autobús, con su falda de tartán azul y su suéter a juego cubriendo la camisa de cuello de tortuga en la que yo, hasta ese momento, no solía reparar. No fue el uniforme, ni sus zapatos azules, ni sus medias rodilleras; tampoco fue la casa, su antejardín o las flores. Fue ella. Verla me hizo bajar a tropezones del autobús, correr dos cuadras completas hasta alcanzarla y luego, agotado por el súbito esfuerzo, fingir la sorpresa ante el "encuentro casual". Al fin estaba frente a mí, aunque más preciso sería decir que al fin estaba yo ante ella. Ella me detuvo sin siquiera moverse. Eran sus grandes ojos negros, su cabello largo y desordenado por el afán de la jornada; sus manos escondidas tras una carpeta de dibujo y la sonrisa ausente ante la sorpresa de mi llegada las que me hicieron saludar:

-¡Marcela!- Fue lo único que atiné a decir -¿Tú por aquí?-

No sé sí ella me esperaba o sí alguien en algún lugar planeó el encuentro. Lo que si sé y no tengo duda alguna, es que desde ese momento llevo conmigo siempre, cuando no en el bolsillo, en el corazón o en un recuerdo, a una niña de uniforme con una carpeta entre las manos, en una esquina de mi vida, esperando el autobús.

22 de abril de 2009

El Músico Ambulante


Muchos tenemos la costumbre de pensar que nuestra vida es ordinaria; que las cosas que hacemos cualquiera las hace igual o mejor que nosotros. Lo cotidiano es sencillo y esa sencillez es lo que hace de un día, cualquier día, maravilloso. No somos conscientes de eso. Antes, en la época en la que la gente vivía en pequeñas aldeas, todos se dedicaban a su oficio, unos herreros, otros cultivando; las amas de casa con los niños y los oficios del hogar y así, cada quien en su labor. Hoy en las ciudades se podría pensar que, guardando las proporciones, ocurre lo mismo sin ningún cambio significativo. Los abogados en los juzgados, el periodista en la prensa, el arquitecto en la obra, el ingeniero… donde sea que se le necesite. No obstante, si lo piensas, hay en nosotros y en los demás una versión gigante de cada uno. Una versión que ignoramos, que no creemos que exista, que no se muestra y que es en verdad más cercana a nuestra auténtica persona. Muchos hombres y mujeres van por la vida creyendo ser iguales al resto sin caer en cuenta de lo extraordinaria que es su propia existencia. Cada anécdota, una historia única; cada decisión importante, una epopeya en la que, de una u otra forma, se juega la vida. Somos, sin saberlo, héroes con dramas, comedias y tragedias personales dignas todas de ser contadas. Esto es sólo un ejemplo.
Esta historia va de alguien a quién hemos visto todos. Alguien a quién tú y yo, incluso alguna vez juntos, vimos frente a nosotros. Es la historia de Wladislav. Lo sé, no te suena su nombre, de hecho, es posible que sin pensarlo mucho creas que no has conocido a nadie que se llame así, pero sí, si lo conoces. Es un músico. Él está siempre allí con sus manos arrugadas y su traje de otro tiempo tocando el Cello para el agrado de los que pasan por su calle. Digo su calle, porque si no estuviera él, no sería distinta de cualquier otra calle y en ese caso no sería de nadie. En la calle de Wladislav se cruzan muchas historias y de ellas ya quizá te contaré alguna luego, pero hoy quiero que reconozcas a este anciano búlgaro que se planta a tocar arias y piezas clásicas para el gusto del viandante. Él no lo sabe, pero es muy importante. Lo es al menos para mí que te cuento esto y para ti que lo estás leyendo.
Verás, yo le conocí una noche cuando iba de camino a la Plaza Mayor. A pesar de la hora y el clima, era ya de noche y hacía un frío atroz, curiosamente muchas personas se amontonaban alrededor de algo que yo aún no alcanzaba a ver. Me acerqué. Paso a paso mientras lo hacía entendí el porqué estaba esa gente estaba allí. Alguien estaba interpretando lo que después sabría era Bach. No era una pieza muy conocida. Ahí estaba él sentado en su banca plegable mientras todos guardaban silencio con expresión expectante y ojos muy abiertos. Su viejo cello, a la vista tallado más por el tiempo que por el lutier que muchos años antes lo fabricara, cantaba. La belleza de la melodía contrastaba con la torpeza de los movimientos de los delgados brazos del músico causados por culpa el abrigo que lo protegían de las heladas corrientes que corrían por la calle. Su arco acariciaba las cuerdas, el viento, los oídos de todos, mis oídos… la agitación de los gestos de su rostro nada tenía que ver con la dulzura de las notas que subían y bajaban como las alas de un ave en vuelo. Eso lo sentí yo y creo que todos los que contemplábamos a ese hombre en su oficio. Cada vibrato, cada cambio de nota, cada tensión de la melodía venía a nosotros y se quedaba dentro de los que habíamos detenido la marcha para oírle. Cuando la pieza acabó aún la conservábamos en nosotros y nos tomo un par de segundos reaccionar y aplaudir aquella interpretación que con maestría había logrado. Muchos siguieron su camino, otros se sacudieron la calderilla en el tapiz que nuestro musical compañero había dispuesto para ello. Yo aún volaba con las notas, el arco y las cuerdas incluso después de los aplausos. Solo reaccioné cuando empezó a tocar de nuevo.
Así le conocí. Sin previo aviso, sin cruzar palabras, sin saber que su nombre era Wladislav y que era de Bulgaria. Sin embargo, no fue el verle en ese momento lo que lo hizo importante, fue el día en que los dos fuimos a escucharle. No había mucha gente y que tocó expresamente esa pieza porque se lo pedí. Era Bach de nuevo. Recuerdo que le dije "Disculpe, ¿Sabe el Aria en Sol Mayor?" Él levantó la cara algo sorprendido, al parecer no hablaba mucho con su público, y sin mediar palabra, alzó el arco y empezó a tocar. Allí estábamos los dos prácticamente solos. Wladislav y su cello fueron testigos de excepción. Te tenía conmigo y te abrazaba, y la música a nosotros. No sé si caíste en cuenta, yo casi te acariciaba al ritmo del arco sobre las cuerdas con la esperanza de que cantaras como aquél instrumento. La verdad, no creo que te fijaras, pero ahora da lo mismo: Ese abrazo fue lo mejor que me diste y es el recuerdo especial que de ti tengo. Creo que a pesar de guardar muchos recuerdos de las personas con las que compartimos mundo, siempre solemos seleccionar uno en concreto para luego, cuando es preciso, traerlas de nuevo a nuestra memoria. Eso nos hace únicos, como únicos son Wladislav y tú para mí. Te lo dije. Conocías al músico y él a nosotros, a nosotros y a lo que sentíamos. Fue muy bonito, sí, de veras muy bonito…
Puede que pienses que esto que te cuento ya no es sobre el músico sino sobre nosotros, pero estarías equivocada. Nosotros solo fuimos una parte de la historia de Wladislav. Él con suma paciencia espera en su calle a que alguien le pague una moneda por su arte y dedica su vida a su música, como antaño hicieran el herrero a sus herramientas o el sembrador a su huerta. Él puede pensar incluso que es solo un músico más de los que tocan en la calle pero, sabes, aunque quizás haya alguno que toque Bach igual que él, o de hecho, mejor, para mí nadie es como aquel desgarbado anciano. Él se deja el aliento en transmitir alguna emoción, algún sentimiento o algún recuerdo; se dedica a su oficio mientras nosotros... ¿Qué diré de nosotros? Ya ni siquiera somos. ya no hay nosotros. Tú ya no estás conmigo, estas con otro que ¡Qué Gracioso! es más pequeño pero más grande que yo... y yo aún escucho a ese músico ambulante, a Wladislav, como aquel día, encontrándote en instantes ciegos sin buscarte, en su calle, volando entre sus notas.

18 de abril de 2009

Resumen de Noticias


Barcelona-. Murió de pena. Esa fue la causa de muerte en la que coincidieron los forenses al examinar las aún humeantes cenizas de Don Mateo Ayguasvives, natural de Santa Coloma de Gramenet, quién al revisar los sesenta años de su matrimonio con Yolanda Foix de Ayguasvives, natural de Viladecans, descubrió que el fuego de su amor, el que lo despertaba en las mañanas y le hacía soñar por las noches, empezaba a consumirlo en su sillón al morir ella en la habitación contigua, dejando tras de sí lo que toda brasa intensa deja, un montón de cenizas, en este caso las de Don Mateo, en la sala de estar del No. 5 de la carrer de la princesa del barrio gótico de Barcelona.

14 de abril de 2009

Una Pelea de Cartas


- ¡Lo voy a matar!– Gritó un tipo alto de barba en medio del salón.
- ¡No tengo la culpa! – respondió el muchacho de mirada dulce y voz suave con quien jugaba.
- Lo he dicho muchas veces: «Es mejor no meterse en problemas de juego conmigo».
- Cierto… Digamos que en este juego me ganas, ¿vale? Nunca pierdo… te lo dije al empezar… pero esta vez, solo esta vez, tú ganas– dijo regresando al centro de la mesa las fichas que había ganado.
- ¡¿Y qué si en este juego gano?! –Inquirió el otro– No perderá de nuevo ¿o sí? Igual lo voy a matar…– Escupió casi incomprensible el alto y furioso hombre.
-¡Solo quiero jugar…! – afirmó el joven sin perder la calma.
-¡Y yo hacer que pierda!… ¡Así tenga que matarlo! – dijo tambaleándose el ebrio.
- Seamos justos... «En la mesa y en el juego se conoce al caballero» dice el refrán…
- ¡Aja! ¿Me viene con refranes? «De malas en el juego, de buenas en el amor»
- ¡No estoy de malas! – Envalentonado, replicó el joven…
- ¡Yo si lo estoy!
- ¡Lo que estas es loco!... ¡Es solo un juego! –Por primera vez alzó la voz, y continuó – ¡Además yo no tengo la culpa!
- … ¿Para ti es solo un juego? – Preguntó el Borracho.
El joven asintió.
- Entonces ¿Qué te apuestas? –preguntó el borracho mientras barajaba con picardía.
Sin prisa, el chico se puso en pie, movió todas sus fichas al centro de la mesa y alzó la mirada. La inocencia de cinco minutos antes se había esfumado, solo había codicia en ese rostro. Yo lo vi y el borracho también. Cuando corrió las últimas fichas dijo tajante:
- Te Apuesto – Hizo una pausa- ... Tu vida.
- ¡Eres el amo! –Bufó el borracho, luego tiró las cartas sobre el paño verde y cubrió su sorpresa con el último trago de su güisqui.
- ¿Apuesta? – Insistió el joven.
- Me retiro. –dijo el ebrio, derrotado.

8 de abril de 2009

El Día Que Maté a Inés



Basta decir que soy culpable. El aburrimiento al que Inés me llevó es la causa, bueno, una de las causas, de que la matara. No puedo decir que fue sólo por eso. No pasó lo que usted piensa. No fue el profundo tedio en el que los matrimonios se ahogan año tras año. De hecho, fíjese, fue justamente lo contrario… Lo que me aburrió fue la suma de todas las cosas que dejo de hacer. Verá, la gota que colmó el vaso fue saber que ella no me veía como yo quería verme; me veía tal cual yo era. Eso, si lo piensa, es bastante cruel. Es verdad, no soy un adonis, pero me bastaba con ser el hombre ideal al menos para una persona, mi esposa… ¡Es que cuando me dijo qué…! …bueno -suspiró- ya no importa. Total. Ya está muerta… ¡Pero es que me humilló tanto!… Ahí ya no tuve más remedio que matarla, ¿Sabe? Esa falta de costumbres que solíamos tener; ese total desprecio a cualquier rutina, por aburrida que fuera, hizo que me sintiera cada vez... como decirlo, menos “casado”. ¿Es raro verdad? Dos años de novios y treinta más de matrimonio y aún, a pesar del tiempo, nunca sentí que en realidad la conociera. ¡¿Qué si le gustaban los huevos fritos?!… ¡¿o cocidos?!… ¡¿o revueltos?!… treinta y dos, ¡treinta y dos años! ¡Y aún no lo sé! La maté y más que sentir tristeza o vergüenza, tuve la misma sensación que al matar a un mosquito en medio de la noche: La calma del silencio reposado… un tranquilo sosiego quizá… Igual allí estaba ella, tirada en el suelo… y, la verdad, no me interesaba siquiera moverla para que tuviera, en su descanso de muerta reciente, una pose más cómoda, más natural; menos macabra que la que tenía frente a mí: Una mujer con la mirada perdida y ahogada en veneno… No, Inés no me importaba.
Quizá mi sinceridad le asombre o incluso le asuste, pero es que desde niño mis padres me inculcaron que debemos asumir la responsabilidad por las cosas que hacemos. Ahora que lo pienso, es posible que me haya condenado a matarla en el preciso instante en que la acepté como esposa: “¡Hasta que la muerte los separe!” dijo el cura. Treinta años a partir de ahí bastaron para descubrir día a día todas sus imperfecciones; fueron suficientes para que ella viera también todas las mías. Desde ese día en la iglesia Inés era mi responsabilidad y, entre usted y yo, todo ese tiempo juntos, todo lo que compartí con ella y, más importante aún, todo lo que me reservé, me reveló que la mejor manera de asumir a Inés era poner veneno en la jarra de limonada.
¡Bah!… ¡Si tan sólo se hubiera esforzado más en mantenerme enamorado en vez de hacerme un mueble más de la casa...! -haciendo una pausa tomó aire y con la mirada perdida, continuó- Ella era linda ¿sabe? Cuando éramos novios recuerdo que íbamos por la calle y sin importar si llovía o si hacía sol, el día era perfecto estando juntos. Así lo sentía yo y supongo que ella también… o sino no se explica porque decidió pasar tanto tiempo conmigo… Pero uno nunca sabe. En fin. Era linda. La recuerdo con su vestido azul y los pendientes que le traje de algún viaje de trabajo. Recuerdo cuando bailábamos ver la falda volando al ritmo de las vueltas que le daba. Era bella. Pero no sé que pasó… ¡Aquella mujer ahora dedicaba más tiempo a sus estúpidas novelas y a sus bordados; a su club de lectura y a ir de compras, que a mí! Inés estaba ahí, siempre lo estuvo, pero después de algún tiempo ya no la sentía conmigo. “Vamos a viajar” le decía. “Salgamos, demos un paseo” le insistí muchas veces. Pero no. Ella se empeñaba siempre en ir a “sus” grupos, a “sus” fiestas con “sus” amigas. “Es para darnos nuestro espacio”, decía. “Hay cosas que son tuyas, cosas que son mías y otras que son nuestras. Cuanto más claro tengamos eso, menos problemas de pareja tendremos”, decía. ¡Lo que ella no comprendía es que no tendríamos problemas de pareja porque ya no lo seríamos! Supongo que ahora la mancha de sangre en la alfombra es suya, la culpa mía y la intimidad de este momento nuestra… Supongo…
…De repente una voz dulce y cercana lo interrumpió:
– ¿Rodrigo?
– Sí, dime – respondió él.
– ¿En qué piensas?
– En planes, planes de futuro.
– ¿En serio? – Dijo Inés sorprendida – ¿Me los contarás?
– Ya te contaré… ¿Quieres limonada?

Sin Semáforo


Diez personas, como torres, le rodeaban.
Tan oscuras, como buitres, lo ocultaban.
Miradas de sorpresa y asco se cruzaban,
Manos inquietas como ramas lo apuntaban.

Quiso moverse y gritar. Ya no podía.
Tenía que irse. Escapar. Él lo sabía.

Más sin forma y sin gracia, se moría.
En la calle y como un perro, allí yacía.
Un coche, la muerte, ya venía.
Otro estúpido accidente en esa vía.

_______________________________

Julio Cortazar afirma que el cuento y la poesía son hermanos porque en ambos se relatan acciones concretas en realidades holísticas, esféricas, finitas y de limites muy concretos. Esto apenas es un intento. Por favor, disculpen.

¡Son Los Padres!


Cerré la puerta despacio, sin hacer ruido. Volví a mi cama y dije susurrando a mi hermana:
Eh, Ana, Los he visto…
¿Los has visto? ¿A quiénes?
¿A quiénes será…?… ¡Pues a los reyes, zopenca!
¡Hala! ¿Y cómo son?
Pues… la verdad solo he visto a uno… y era clavadito a Papá.
¿Y me dices Zopenca? …¡Son nuestros padres Julián!
Cuando dijo eso, guardé silencio, lo pensé y sin darme cuenta, me quedé dormido. Al día siguiente pedí a mis amigos sus cartas para los reyes: Al fin y al cabo, eran mis padres.