21 de diciembre de 2014
Lecturas
Sin razón
aparente, Julia, mi hija de seis años, bajó uno de los libros de la biblioteca.
Era uno de los libros de su abuelo; uno de muchos que habíamos tomado mucho
después de que muriera y de que la madre de mi esposa vendiera su casa y se
deshiciera de muchas de las cosas que de él conservaba. Mientras yo trabajaba
frente al computador, Julia se plantó frente a la estantería y luego de revisar
los lomos, como si los estuviera leyendo, se detuvo en ese y con mucho cuidado
lo sacó de la repisa. Me llamó la atención pero no me resultó demasiado raro.
Hacía tiempo hacía lo mismo, pero los últimos libros que había sacado estaban
en la biblioteca junto a mi escritorio y por eso la pude observar sin que ella
lo notara. Julia tomo el libro y salió de la habitación. Luego de un rato salí a
tomar algo de la cocina y vi que lo puso abierto sobre la mesa del comedor y
justo cuando regresaba estaba cambiando la página. No le di importancia y seguí
hacia el computador. Ese día, lo recuerdo bien, lo único que se escuchaba en el silencio en el que suelo trabajar era el paso de las páginas. Dos horas más tarde volví a levantarme para estirar las
piernas. Ella seguía frente al libro. Curioso, porque aún ella no sabía leer, me
acerqué y le pregunté:
-Juli,
¿Qué haces? ¿Estás leyendo?...- Sonreí mientras ella cambiaba la página.
-No, papá -dijo
mientras señalaba a mi lado- Mi abuelo Juan está leyendo para mí.