WIGOblog

Una iniciativa de creación literaria. Cuentos, microrrelatos y poesía.

SUEÑOS DE NIÑOS

–El cielo…el cielo… –Aún era temprano y no se podían ver las estrellas, de hecho, no veían más que un azul infinito sobre ellos– ¿Una nube? –Preguntó él, notando que no había ninguna.

OBITUARIO - JAIRO ANÍBAL NIÑO

Ha muerto un hombre cuya madurez fue inocencia. A quien los años no le sumaron adultez sino infancia; un hombre que regalaba bosques en cajas de semillas y veía flotillas enteras de barcos en charcos.

NEGRO

—Recostado sobre la cama miré a través de la ventana en la que apenas se proyectaba la luz de una escuálida luna opaca, seguramente por el paso de una nube —dijo el anciano con parsimonia, mientras ponía azúcar a su café. Luego de probarlo, continuó—

CONTENER EL ALIENTO

Contener el aliento,//Cerrar los ojos.//Recordar.//Intentarlo, al menos.//Recordar la valentía heroica,//la intrepidez diaria.//La infantil alegría,//la mañana clara.

22 de abril de 2009

El Músico Ambulante


Muchos tenemos la costumbre de pensar que nuestra vida es ordinaria; que las cosas que hacemos cualquiera las hace igual o mejor que nosotros. Lo cotidiano es sencillo y esa sencillez es lo que hace de un día, cualquier día, maravilloso. No somos conscientes de eso. Antes, en la época en la que la gente vivía en pequeñas aldeas, todos se dedicaban a su oficio, unos herreros, otros cultivando; las amas de casa con los niños y los oficios del hogar y así, cada quien en su labor. Hoy en las ciudades se podría pensar que, guardando las proporciones, ocurre lo mismo sin ningún cambio significativo. Los abogados en los juzgados, el periodista en la prensa, el arquitecto en la obra, el ingeniero… donde sea que se le necesite. No obstante, si lo piensas, hay en nosotros y en los demás una versión gigante de cada uno. Una versión que ignoramos, que no creemos que exista, que no se muestra y que es en verdad más cercana a nuestra auténtica persona. Muchos hombres y mujeres van por la vida creyendo ser iguales al resto sin caer en cuenta de lo extraordinaria que es su propia existencia. Cada anécdota, una historia única; cada decisión importante, una epopeya en la que, de una u otra forma, se juega la vida. Somos, sin saberlo, héroes con dramas, comedias y tragedias personales dignas todas de ser contadas. Esto es sólo un ejemplo.
Esta historia va de alguien a quién hemos visto todos. Alguien a quién tú y yo, incluso alguna vez juntos, vimos frente a nosotros. Es la historia de Wladislav. Lo sé, no te suena su nombre, de hecho, es posible que sin pensarlo mucho creas que no has conocido a nadie que se llame así, pero sí, si lo conoces. Es un músico. Él está siempre allí con sus manos arrugadas y su traje de otro tiempo tocando el Cello para el agrado de los que pasan por su calle. Digo su calle, porque si no estuviera él, no sería distinta de cualquier otra calle y en ese caso no sería de nadie. En la calle de Wladislav se cruzan muchas historias y de ellas ya quizá te contaré alguna luego, pero hoy quiero que reconozcas a este anciano búlgaro que se planta a tocar arias y piezas clásicas para el gusto del viandante. Él no lo sabe, pero es muy importante. Lo es al menos para mí que te cuento esto y para ti que lo estás leyendo.
Verás, yo le conocí una noche cuando iba de camino a la Plaza Mayor. A pesar de la hora y el clima, era ya de noche y hacía un frío atroz, curiosamente muchas personas se amontonaban alrededor de algo que yo aún no alcanzaba a ver. Me acerqué. Paso a paso mientras lo hacía entendí el porqué estaba esa gente estaba allí. Alguien estaba interpretando lo que después sabría era Bach. No era una pieza muy conocida. Ahí estaba él sentado en su banca plegable mientras todos guardaban silencio con expresión expectante y ojos muy abiertos. Su viejo cello, a la vista tallado más por el tiempo que por el lutier que muchos años antes lo fabricara, cantaba. La belleza de la melodía contrastaba con la torpeza de los movimientos de los delgados brazos del músico causados por culpa el abrigo que lo protegían de las heladas corrientes que corrían por la calle. Su arco acariciaba las cuerdas, el viento, los oídos de todos, mis oídos… la agitación de los gestos de su rostro nada tenía que ver con la dulzura de las notas que subían y bajaban como las alas de un ave en vuelo. Eso lo sentí yo y creo que todos los que contemplábamos a ese hombre en su oficio. Cada vibrato, cada cambio de nota, cada tensión de la melodía venía a nosotros y se quedaba dentro de los que habíamos detenido la marcha para oírle. Cuando la pieza acabó aún la conservábamos en nosotros y nos tomo un par de segundos reaccionar y aplaudir aquella interpretación que con maestría había logrado. Muchos siguieron su camino, otros se sacudieron la calderilla en el tapiz que nuestro musical compañero había dispuesto para ello. Yo aún volaba con las notas, el arco y las cuerdas incluso después de los aplausos. Solo reaccioné cuando empezó a tocar de nuevo.
Así le conocí. Sin previo aviso, sin cruzar palabras, sin saber que su nombre era Wladislav y que era de Bulgaria. Sin embargo, no fue el verle en ese momento lo que lo hizo importante, fue el día en que los dos fuimos a escucharle. No había mucha gente y que tocó expresamente esa pieza porque se lo pedí. Era Bach de nuevo. Recuerdo que le dije "Disculpe, ¿Sabe el Aria en Sol Mayor?" Él levantó la cara algo sorprendido, al parecer no hablaba mucho con su público, y sin mediar palabra, alzó el arco y empezó a tocar. Allí estábamos los dos prácticamente solos. Wladislav y su cello fueron testigos de excepción. Te tenía conmigo y te abrazaba, y la música a nosotros. No sé si caíste en cuenta, yo casi te acariciaba al ritmo del arco sobre las cuerdas con la esperanza de que cantaras como aquél instrumento. La verdad, no creo que te fijaras, pero ahora da lo mismo: Ese abrazo fue lo mejor que me diste y es el recuerdo especial que de ti tengo. Creo que a pesar de guardar muchos recuerdos de las personas con las que compartimos mundo, siempre solemos seleccionar uno en concreto para luego, cuando es preciso, traerlas de nuevo a nuestra memoria. Eso nos hace únicos, como únicos son Wladislav y tú para mí. Te lo dije. Conocías al músico y él a nosotros, a nosotros y a lo que sentíamos. Fue muy bonito, sí, de veras muy bonito…
Puede que pienses que esto que te cuento ya no es sobre el músico sino sobre nosotros, pero estarías equivocada. Nosotros solo fuimos una parte de la historia de Wladislav. Él con suma paciencia espera en su calle a que alguien le pague una moneda por su arte y dedica su vida a su música, como antaño hicieran el herrero a sus herramientas o el sembrador a su huerta. Él puede pensar incluso que es solo un músico más de los que tocan en la calle pero, sabes, aunque quizás haya alguno que toque Bach igual que él, o de hecho, mejor, para mí nadie es como aquel desgarbado anciano. Él se deja el aliento en transmitir alguna emoción, algún sentimiento o algún recuerdo; se dedica a su oficio mientras nosotros... ¿Qué diré de nosotros? Ya ni siquiera somos. ya no hay nosotros. Tú ya no estás conmigo, estas con otro que ¡Qué Gracioso! es más pequeño pero más grande que yo... y yo aún escucho a ese músico ambulante, a Wladislav, como aquel día, encontrándote en instantes ciegos sin buscarte, en su calle, volando entre sus notas.

18 de abril de 2009

Resumen de Noticias


Barcelona-. Murió de pena. Esa fue la causa de muerte en la que coincidieron los forenses al examinar las aún humeantes cenizas de Don Mateo Ayguasvives, natural de Santa Coloma de Gramenet, quién al revisar los sesenta años de su matrimonio con Yolanda Foix de Ayguasvives, natural de Viladecans, descubrió que el fuego de su amor, el que lo despertaba en las mañanas y le hacía soñar por las noches, empezaba a consumirlo en su sillón al morir ella en la habitación contigua, dejando tras de sí lo que toda brasa intensa deja, un montón de cenizas, en este caso las de Don Mateo, en la sala de estar del No. 5 de la carrer de la princesa del barrio gótico de Barcelona.

14 de abril de 2009

Una Pelea de Cartas


- ¡Lo voy a matar!– Gritó un tipo alto de barba en medio del salón.
- ¡No tengo la culpa! – respondió el muchacho de mirada dulce y voz suave con quien jugaba.
- Lo he dicho muchas veces: «Es mejor no meterse en problemas de juego conmigo».
- Cierto… Digamos que en este juego me ganas, ¿vale? Nunca pierdo… te lo dije al empezar… pero esta vez, solo esta vez, tú ganas– dijo regresando al centro de la mesa las fichas que había ganado.
- ¡¿Y qué si en este juego gano?! –Inquirió el otro– No perderá de nuevo ¿o sí? Igual lo voy a matar…– Escupió casi incomprensible el alto y furioso hombre.
-¡Solo quiero jugar…! – afirmó el joven sin perder la calma.
-¡Y yo hacer que pierda!… ¡Así tenga que matarlo! – dijo tambaleándose el ebrio.
- Seamos justos... «En la mesa y en el juego se conoce al caballero» dice el refrán…
- ¡Aja! ¿Me viene con refranes? «De malas en el juego, de buenas en el amor»
- ¡No estoy de malas! – Envalentonado, replicó el joven…
- ¡Yo si lo estoy!
- ¡Lo que estas es loco!... ¡Es solo un juego! –Por primera vez alzó la voz, y continuó – ¡Además yo no tengo la culpa!
- … ¿Para ti es solo un juego? – Preguntó el Borracho.
El joven asintió.
- Entonces ¿Qué te apuestas? –preguntó el borracho mientras barajaba con picardía.
Sin prisa, el chico se puso en pie, movió todas sus fichas al centro de la mesa y alzó la mirada. La inocencia de cinco minutos antes se había esfumado, solo había codicia en ese rostro. Yo lo vi y el borracho también. Cuando corrió las últimas fichas dijo tajante:
- Te Apuesto – Hizo una pausa- ... Tu vida.
- ¡Eres el amo! –Bufó el borracho, luego tiró las cartas sobre el paño verde y cubrió su sorpresa con el último trago de su güisqui.
- ¿Apuesta? – Insistió el joven.
- Me retiro. –dijo el ebrio, derrotado.

8 de abril de 2009

El Día Que Maté a Inés



Basta decir que soy culpable. El aburrimiento al que Inés me llevó es la causa, bueno, una de las causas, de que la matara. No puedo decir que fue sólo por eso. No pasó lo que usted piensa. No fue el profundo tedio en el que los matrimonios se ahogan año tras año. De hecho, fíjese, fue justamente lo contrario… Lo que me aburrió fue la suma de todas las cosas que dejo de hacer. Verá, la gota que colmó el vaso fue saber que ella no me veía como yo quería verme; me veía tal cual yo era. Eso, si lo piensa, es bastante cruel. Es verdad, no soy un adonis, pero me bastaba con ser el hombre ideal al menos para una persona, mi esposa… ¡Es que cuando me dijo qué…! …bueno -suspiró- ya no importa. Total. Ya está muerta… ¡Pero es que me humilló tanto!… Ahí ya no tuve más remedio que matarla, ¿Sabe? Esa falta de costumbres que solíamos tener; ese total desprecio a cualquier rutina, por aburrida que fuera, hizo que me sintiera cada vez... como decirlo, menos “casado”. ¿Es raro verdad? Dos años de novios y treinta más de matrimonio y aún, a pesar del tiempo, nunca sentí que en realidad la conociera. ¡¿Qué si le gustaban los huevos fritos?!… ¡¿o cocidos?!… ¡¿o revueltos?!… treinta y dos, ¡treinta y dos años! ¡Y aún no lo sé! La maté y más que sentir tristeza o vergüenza, tuve la misma sensación que al matar a un mosquito en medio de la noche: La calma del silencio reposado… un tranquilo sosiego quizá… Igual allí estaba ella, tirada en el suelo… y, la verdad, no me interesaba siquiera moverla para que tuviera, en su descanso de muerta reciente, una pose más cómoda, más natural; menos macabra que la que tenía frente a mí: Una mujer con la mirada perdida y ahogada en veneno… No, Inés no me importaba.
Quizá mi sinceridad le asombre o incluso le asuste, pero es que desde niño mis padres me inculcaron que debemos asumir la responsabilidad por las cosas que hacemos. Ahora que lo pienso, es posible que me haya condenado a matarla en el preciso instante en que la acepté como esposa: “¡Hasta que la muerte los separe!” dijo el cura. Treinta años a partir de ahí bastaron para descubrir día a día todas sus imperfecciones; fueron suficientes para que ella viera también todas las mías. Desde ese día en la iglesia Inés era mi responsabilidad y, entre usted y yo, todo ese tiempo juntos, todo lo que compartí con ella y, más importante aún, todo lo que me reservé, me reveló que la mejor manera de asumir a Inés era poner veneno en la jarra de limonada.
¡Bah!… ¡Si tan sólo se hubiera esforzado más en mantenerme enamorado en vez de hacerme un mueble más de la casa...! -haciendo una pausa tomó aire y con la mirada perdida, continuó- Ella era linda ¿sabe? Cuando éramos novios recuerdo que íbamos por la calle y sin importar si llovía o si hacía sol, el día era perfecto estando juntos. Así lo sentía yo y supongo que ella también… o sino no se explica porque decidió pasar tanto tiempo conmigo… Pero uno nunca sabe. En fin. Era linda. La recuerdo con su vestido azul y los pendientes que le traje de algún viaje de trabajo. Recuerdo cuando bailábamos ver la falda volando al ritmo de las vueltas que le daba. Era bella. Pero no sé que pasó… ¡Aquella mujer ahora dedicaba más tiempo a sus estúpidas novelas y a sus bordados; a su club de lectura y a ir de compras, que a mí! Inés estaba ahí, siempre lo estuvo, pero después de algún tiempo ya no la sentía conmigo. “Vamos a viajar” le decía. “Salgamos, demos un paseo” le insistí muchas veces. Pero no. Ella se empeñaba siempre en ir a “sus” grupos, a “sus” fiestas con “sus” amigas. “Es para darnos nuestro espacio”, decía. “Hay cosas que son tuyas, cosas que son mías y otras que son nuestras. Cuanto más claro tengamos eso, menos problemas de pareja tendremos”, decía. ¡Lo que ella no comprendía es que no tendríamos problemas de pareja porque ya no lo seríamos! Supongo que ahora la mancha de sangre en la alfombra es suya, la culpa mía y la intimidad de este momento nuestra… Supongo…
…De repente una voz dulce y cercana lo interrumpió:
– ¿Rodrigo?
– Sí, dime – respondió él.
– ¿En qué piensas?
– En planes, planes de futuro.
– ¿En serio? – Dijo Inés sorprendida – ¿Me los contarás?
– Ya te contaré… ¿Quieres limonada?

Sin Semáforo


Diez personas, como torres, le rodeaban.
Tan oscuras, como buitres, lo ocultaban.
Miradas de sorpresa y asco se cruzaban,
Manos inquietas como ramas lo apuntaban.

Quiso moverse y gritar. Ya no podía.
Tenía que irse. Escapar. Él lo sabía.

Más sin forma y sin gracia, se moría.
En la calle y como un perro, allí yacía.
Un coche, la muerte, ya venía.
Otro estúpido accidente en esa vía.

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Julio Cortazar afirma que el cuento y la poesía son hermanos porque en ambos se relatan acciones concretas en realidades holísticas, esféricas, finitas y de limites muy concretos. Esto apenas es un intento. Por favor, disculpen.

¡Son Los Padres!


Cerré la puerta despacio, sin hacer ruido. Volví a mi cama y dije susurrando a mi hermana:
Eh, Ana, Los he visto…
¿Los has visto? ¿A quiénes?
¿A quiénes será…?… ¡Pues a los reyes, zopenca!
¡Hala! ¿Y cómo son?
Pues… la verdad solo he visto a uno… y era clavadito a Papá.
¿Y me dices Zopenca? …¡Son nuestros padres Julián!
Cuando dijo eso, guardé silencio, lo pensé y sin darme cuenta, me quedé dormido. Al día siguiente pedí a mis amigos sus cartas para los reyes: Al fin y al cabo, eran mis padres.