«¡Pobre chiquilla!» Dijo por lo bajo una anciana dos peldaños adelante de mí. Los que estaban detrás de mí también murmuraban. No era yo el único que la notaba. Crepitando, su alma se resquebrajaba dolorosamente entre sollozos que retumbaban a lo largo de las escaleras de la estación de metro. Ella bajaba y yo subía. A su alrededor, quienes por mala fortuna la escoltaban, lucían apocados y mustios. No estábamos solos. La estación bullía como cualquier martes en la mañana, pero su zozobra, la de la muchacha, —¡Sabrá Dios su causa!—era de tal magnitud que, sin importarle la gente, se desbordó desde sus ojos más allá de las escaleras, bajó y, despeñándose cual cascada, llegó al fondo de la estación, inundó la línea, los vagones, los pasillos... Nadie, al final del siniestro, era ajeno a la pena sin nombre de aquella que, cubriéndose el rostro, sollozaba.
El paisaje era desolador: Flotando antes de naufragar, hojas de periódicos gratuitos parecieron, por segundos, ser pateras, chalupas infames de malas noticias, funestas en más de un caso, que sucumbieron ante el desconsuelo que cargaba la triste de la escalera. Ella sólo guardaba silencio.
Interrumpida por ese gimoteado peculiar, propio de un alma que llora sin lágrimas, la amargura esparcía a su alrededor un sedimento espeso, intragable, inaudible e insoportable. Era melancolía, era duelo; pero también despecho y a la vez angustia. Era mucha tristeza. Eran todas las tristezas. Todas las conocidas y una, la más cruel e inextinguible, la desconocida de la que ella, sólo ella, sabía el nombre. Todo el desamparo reclutado como legión en una sola persona; era amargura en su más pura forma.
Al fin la escalera terminó. Ella seguía descendiendo. Nosotros, los que subíamos, libres de aquel melancólico naufragio, llegamos a nuestro destino. Todos a los que la casualidad había reunido allí nos dispersamos con indiferencia. En lo que a mí respecta, lo que empezó siendo piedad terminó siendo temor. Temor que aún conservo por esa oscuridad, la de esa mujer que se cruzó en mi camino, la misma de la que se compadeció la anciana, dueña de los ojos desbordantes de tristeza. Ella era también una víctima: Mi angustia es por esa pena sin nombre que ella en algún lugar encontró. Temo encontrarla también a mi paso, al doblar cualquier esquina y no poder reconocerla; que me esté esperando en algún libro o a esté a mi vera todo el tiempo tras las sombras, o en la mía propia esperando algún descuido para embestirme y que ¡ay de mí! no pueda defenderme. Ese día —¡Ojalá pudiera olvidarlo!— a pesar de que la luz ya me acompañaba al caer sobre los peldaños más altos de la escalera, la oscuridad de esa tristeza, tan negra e insondable como el túnel del metro por el que ellas, la mujer y la amargura, seguramente partirían, aún me acompaña, me acosa y me desvela.