WIGOblog

Una iniciativa de creación literaria. Cuentos, microrrelatos y poesía.

SUEÑOS DE NIÑOS

–El cielo…el cielo… –Aún era temprano y no se podían ver las estrellas, de hecho, no veían más que un azul infinito sobre ellos– ¿Una nube? –Preguntó él, notando que no había ninguna.

OBITUARIO - JAIRO ANÍBAL NIÑO

Ha muerto un hombre cuya madurez fue inocencia. A quien los años no le sumaron adultez sino infancia; un hombre que regalaba bosques en cajas de semillas y veía flotillas enteras de barcos en charcos.

NEGRO

—Recostado sobre la cama miré a través de la ventana en la que apenas se proyectaba la luz de una escuálida luna opaca, seguramente por el paso de una nube —dijo el anciano con parsimonia, mientras ponía azúcar a su café. Luego de probarlo, continuó—

CONTENER EL ALIENTO

Contener el aliento,//Cerrar los ojos.//Recordar.//Intentarlo, al menos.//Recordar la valentía heroica,//la intrepidez diaria.//La infantil alegría,//la mañana clara.

4 de diciembre de 2009

La Triste de la Escalera

No sé quién era esa mujer porque no me atreví a hablarle. Ninguno de nosotros lo hizo. Sin embargo, el raudal de tristeza que brotaba de su mirada era tal, tan inconsolables parecían esos ojos, azules y vidriosos que contenían el llanto, que era inevitable preguntarse qué le había ocurrido para encontrarse en semejante agonía. ¿Qué clase de pena era esa que casi sin verse, sin siquiera oírse y sin necesidad de tocarse era evidente? Cualquiera que fuera, más allá de toda duda, era una tan amarga, tan fuerte y rotunda, que como el metro que llegaba, estaba ahí, feroz e irremediable, dejándose escuchar mientras descuajaba el alma de la muchacha.
«¡Pobre chiquilla!» Dijo por lo bajo una anciana dos peldaños adelante de mí. Los que estaban detrás de mí también murmuraban. No era yo el único que la notaba. Crepitando, su alma se resquebrajaba dolorosamente entre sollozos que retumbaban a lo largo de las escaleras de la estación de metro. Ella bajaba y yo subía. A su alrededor, quienes por mala fortuna la escoltaban, lucían apocados y mustios. No estábamos solos. La estación bullía como cualquier martes en la mañana, pero su zozobra, la de la muchacha, —¡Sabrá Dios su causa!—era de tal magnitud que, sin importarle la gente, se desbordó desde sus ojos más allá de las escaleras, bajó y, despeñándose cual cascada, llegó al fondo de la estación, inundó la línea, los vagones, los pasillos... Nadie, al final del siniestro, era ajeno a la pena sin nombre de aquella que, cubriéndose el rostro, sollozaba.
El paisaje era desolador: Flotando antes de naufragar, hojas de periódicos gratuitos parecieron, por segundos, ser pateras, chalupas infames de malas noticias, funestas en más de un caso, que sucumbieron ante el desconsuelo que cargaba la triste de la escalera. Ella sólo guardaba silencio.
Interrumpida por ese gimoteado peculiar, propio de un alma que llora sin lágrimas, la amargura esparcía a su alrededor un sedimento espeso, intragable, inaudible e insoportable. Era melancolía, era duelo; pero también despecho y a la vez angustia. Era mucha tristeza. Eran todas las tristezas. Todas las conocidas y una, la más cruel e inextinguible, la desconocida de la que ella, sólo ella, sabía el nombre. Todo el desamparo reclutado como legión en una sola persona; era amargura en su más pura forma.
Al fin la escalera terminó. Ella seguía descendiendo. Nosotros, los que subíamos, libres de aquel melancólico naufragio, llegamos a nuestro destino. Todos a los que la casualidad había reunido allí nos dispersamos con indiferencia. En lo que a mí respecta, lo que empezó siendo piedad terminó siendo temor. Temor que aún conservo por esa oscuridad, la de esa mujer que se cruzó en mi camino, la misma de la que se compadeció la anciana, dueña de los ojos desbordantes de tristeza. Ella era también una víctima: Mi angustia es por esa pena sin nombre que ella en algún lugar encontró. Temo encontrarla también a mi paso, al doblar cualquier esquina y no poder reconocerla; que me esté esperando en algún libro o a esté a mi vera todo el tiempo tras las sombras, o en la mía propia  esperando algún descuido para embestirme y que ¡ay de mí! no pueda defenderme. Ese día —¡Ojalá pudiera olvidarlo!— a pesar de que la luz ya me acompañaba al caer sobre los peldaños más altos de la escalera, la oscuridad de esa tristeza, tan negra e insondable como el túnel del metro por el que ellas, la mujer y la amargura, seguramente partirían, aún me acompaña, me acosa y me desvela.

A la Mitad de una Frase

Hoy, a la mitad de una frase, se terminó la tinta del último de aquellos bolígrafos que  ya hace tiempo compramos juntos. Fue cuando sucedió, a solas con mi agenda en la biblioteca, que caí en la cuenta de como, poco a poco tus cosas, esas que alguna vez fueron nuestras y que te mantenían a salvo en mi memoria, lenta, sí, pero irremediablemente, se habían agotado, como agotada estaba la tinta que allí, en la hoja, se hundía agonizante en las fibras del papel.
Así como tu recuerdo, la otrora oscura línea con la que garabateaba mis apuntes, es ahora apenas un gris y entrecortado rastro plagado de vacíos, espacios huecos y en blanco. Una línea rota; solo un rastro. Una herida causada por una mano agresora con una punta de acero. Solo eso deja adivinar el frustrado intento de escribir. Un simple pliegue grosero. Una arruga.
Aún conservo el bolígrafo como en la agenda, la hoja. Pero si te empeñas en mantenerte lejos; en no ser línea sino espacio en blanco; en olvidar dejar rastro y ser solo herida, arrancaré la hoja y encontraré otra pluma, —un lápiz quizás—, y, aunque me duela, me desharé también de tu recuerdo.