Ahí estaban todos ellos. Con collares henchidos de diamantes, rubíes,
turquesas y esmeraldas. Los engastes, ricamente decorados, parecían más lazos de
finas sedas que duro metal labrado. Brillaban las coronas, las diademas y los
tronos: los cetros, los anillos, los bastones de mando y más de un toisón.
Sujetados con fuerza por sus dueños, a través del cristal los veía; pero, no era
tanto lujo ni tanta riqueza; no era el brillo de tanta grandeza lo que centraba
mi atención. Era el vacío. El vacío de carne en sus manos, todas ellas en los
huesos con la piel fijada a las falanges que sujetaban con fuerza, incluso con
bríos, esas joyas que antaño las llenaron de gloria. El vacío, sí, el vacío en
sus cuencas, donde otrora ojos brillantes, agudos y perspicaces brillaron y
ahora eran hogar de gusanos inmundos. Así abandonaron el mundo, entre fétidos
olores escondidos tras las acristaladas bóvedas que fungían como tumbas en aquel desgraciado lugar.
0 ya dijeron que pensaban. ¿Y tu?:
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