24 de abril de 2011

Cronica de una Mujer Audaz*


31 de diciembre de 1974

El fin de año se acercaba. Aquel martes, como de costumbre, mi esposo había bebido sin parar para celebrar la llegada del nuevo año. Pedro había invitado a una prima suya que se llamaba Elvira a pasar las fiestas con nosotros y ella llegó con sus cinco hijos. Esa noche comimos tamal y, luego de dejar a los niños y a mis hijas en su habitación, bailamos con unos vecinos en nuestra casa hasta después de la medianoche. Para las niñas ya era común ver a su papá llegar borracho, y para mí sus palizas por no concebir un hijo varón eran ya parte del día. Solía esconder a Esperanza, María y Angélica debajo de la cama cuando oía a Pedro intentar abrir la puerta sin éxito por los tragos. Sin embargo, esa noche fue diferente. Luego de que los vecinos se fueran, se puso cariñoso, algo que no era común en él. Fue dulce conmigo y me dijo que quería que nos fuéramos todos de paseo de olla al día siguiente. Antes de dormir, yo conseguí lo necesario para preparar el sancocho. Luego apagué la luz, me acosté, cerré mis ojos y pensé que quizás el amor había llegado por fin a mi hogar. Luego me dormí.

1 de enero de 1975

Nos levantamos todos muy temprano. Aún no salía el sol y, después de arreglar a las niñas y antes de que Pedro estuviera arreglado, alisté algunas cosas que hacían falta. Todos estábamos muy emocionados por ir al tradicional paseo de olla. Mis hijas me pidieron que les pusiera la ropa nueva y ellas mismas arreglaron algunos juguetes que querían llevar ¡Estaban tan contentas! A lo último ellas dejaron algunos porque Pedro dijo que, en vez de ir a alguna de las quebradas que estaban cerca de la casa, quería ir al rio Magdalena, que estaba más o menos a media hora de camino. Salimos y rápidamente llegamos al río. Allí, Pedro contrató a un señor que tenía una lancha para que nos llevara a un lugar que fuera tranquilo para estar y, además de poder hacer el sancocho, poder nadar un rato. Le pagó por adelantado y arregló todo para que fueran allí por nosotros a las cinco de la tarde.
Al llegar, Pedro, su prima y yo empezamos a acomodar todo para el almuerzo. Los niños se fueron a jugar y después se metieron al río. Después Elvira y yo nos metimos también y llamamos a Pedro, pero él dijo que no quería bañarse. Se quedó cuidando la olla mientras se ablandaba la carne. Es como si hubiera sido ayer. Todavía me acuerdo de la ropa que él tenía puesta: Una camisa roja manga corta apuntada hasta la mitad y un pantalón azul oscuro con las botas recogidas para no mojarse; en la cintura llevaba un machete y las botas de caucho del trabajo.
Después de un rato Pedro nos avisó que ya el sancocho estaba listo. Salimos todos y ya cuando íbamos a comer, en un arranque de amor, igual al de la noche anterior, como si tuviera un presentimiento, me abrazo fuerte y mirándome a los ojos dijo: “Mija, cuando yo me muera usted va a quedar muy joven. Cuide a las niñas, consígase otro hombre y sea feliz”. Fue tan inesperado que hasta la prima se sorprendió. Yo solo asentí con la cabeza y seguimos disfrutando de la tarde.
Cuando más o menos era la hora en que el señor de la lancha viniera por nosotros, les dije a los niños que se vistieran con ropa seca. Yo, mientras tanto, iba recogiendo la olla y las cosas que habíamos llevado. Los niños no me hicieron caso y se quedaron jugando en el río. Yo no me preocupe porque, igual, íbamos en la lancha y si era el caso, pues los llevábamos mojados. La lancha estaba demorada y ya se estaba haciendo de noche. Cuando nos dimos cuenta Freddy, uno de los hijos de Elvira, flotaba quieto, boca abajo y retirado de donde estaban los otros. Yo grité. Elvira grito. Los niños gritaron. Pedro sin más se tiró al río a sacar al niño. El río parecía tranquilo, pero no era así. No sólo se llevó a Freddy sino que también se llevo a mi esposo.
Elvira y yo nos quedamos frías. No podíamos dejar solos a los niños, ni ir a buscar a Freddy ni a Pedro. Todos llorábamos y ya era oscuro. Nosotros estábamos al otro lado del río y la lancha que nos pasaría al lado del que estaba Puerto Boyacá nunca llegó. Cuando fueron las ocho, decidimos irnos y no tuvimos otra alternativa que caminar por toda la orilla hasta llegar a un pueblo cercano. Allá esperábamos que alguien nos diera alguna razón de nuestros familiares pero nadie sabía nada. Los niños ya tenían frío, hambre y sueño. Nos tocó regresar a Puerto Boyacá.
La noticia se había divulgado por todo el pueblo y las visitas no se hicieron esperar. Todos ayudaron en la búsqueda pero ya era muy tarde y tuvimos que dejarla para el día siguiente.

2 de enero de 1975

Muy temprano, avisé lo que había pasado a la gente de la empresa donde trabajaba mi esposo. Algunos ya lo sabían. Ellos ofrecieron su ayuda y con las máquinas que tenían empezaron a buscar en el río. Cuando las niñas preguntaron que qué hacían las máquinas yo le expliqué que eran dragas, una palas muy grandes. Ellas no lo sabían, pero yo me temía que las máquinas rompieran el cuerpo de Pedro mientras lo buscaban.

6 de enero de 1975

Las esperanzas se agotaban. Habían encontrado el cuerpo de Freddy hacía dos días pero el de Pedro seguía perdido. Cuando encontraron a Freddy, lo pusimos sobre el comedor. Estaba tan blanco, tan blanco… Después de eso no volví a comer sobre esa mesa. El plato en el lugar donde estuvo el cadáver traía muchos recuerdos. Era insoportable.

7 de enero de 1975

Si ese día no encontraban el cuerpo de Pedro, suspenderían la búsqueda. Las niñas sufrían mucho. Me preguntaban qué era lo que pasaba. Yo muchas veces no sabía que responderles. Yo sufría porque la plata se me estaba acabando. Me sentí muy sola y decidí que cuando todo pasara, me iría lejos. Quizás a Bogotá. Necesitaba empezar de nuevo así como me lo dijo Pedro. Hubo suerte. Justo cuando estaba pensando eso, llegaron algunos de los operarios de la draga a avisarme que habían encontrado el cuerpo. Estaba dos pueblos rio abajo. Estaba irreconocible. Hinchado. Azul. No se lo dejé ver a las niñas, ellas insistieron, pero me negué. No quería que sintieran lo que yo cuando lo vi.
Los gastos del entierro corrieron por parte de la empresa. Yo, sola, con tres hijas a las que mantener; sin estudios, viuda y sin nada bueno que me atara al pueblo me fui a Bogotá.

13 de enero de 1975

Empezar desde cero. De nuevo, como cuando llegué al pueblo hace algunos años. Llegamos a Bogotá desamparadas a buscar un futuro mejor. La primera que nos recibió fue la pobreza, acompañada por el frío y las enfermedades. Nuestra casa, si es que a eso se le podía llamar casa, era un rancho con suelo de tierra que se inundaba cada vez que llovía y que ni siquiera tenía baño. Nosotras, calentanas, ni medias y mucho menos chaquetas teníamos. De Cartón eran las cobijas y las almohadas, pero a fuerza de empeño sabía que teníamos que salir adelante.

31 de enero de 1975

A Angélica desde que llegamos el clima le hizo mucho daño. No salía de una gripa para entrar a otra peor. Fiebres que no la dejaban levantar la acompañaron todos los días desde que llegamos de Puerto. Yo salía desde muy temprano a buscar trabajo o comida, lo que encontrara primero. Esperanza, la mayor, se quedaba a cargo de todo. Ese día Angélica no aguanto más y tuvo la última fiebre. No pudimos hacer nada. No teníamos seguro, ni plata, ni nadie conocido que nos ayudara. Ella murió.

2 de Abril de 1975

Después de muchos trabajos mal pagados, muchas noches sin dormir y aún con la tristeza encima por las muertes de Pedro y de Angélica, conseguí un trabajo decente. No pagaban mucho, pero si lo suficiente para sacar a mis niñas adelante. Ya podía pagarles un colegio, un médico, incluso, podía pensar en hacerle arreglos a la casa para no pasar tanto frío en las noches ni angustiarme cuando empezara a llover. Si todo salía bien, ya no tendría que sentir miedo de nuevo cuando saliera. Parecía que después de tanta oscuridad, por fin salía el sol.

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*Este escrito fue hecho a cuatro manos sobre el trabajo investigativo de Ximena López, quien participó también de su redacción y corrección de estilo. Sin ella no habría sido en lo absoluto posible realizarlo.

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