10 de septiembre de 2011

Una Reflexión

Es increíble, ¿no? Hace unos años los jóvenes eran la imagen de la juventud. Hoy, para sorpresa de algunos, tristeza de muchos y vergüenza de todos, la figura del joven en vieja. Es senil. Es borrosa, como un recuerdo de algo que no estamos seguros si sucedió. Largas y delgadas figuras que, más que vestidas, van disfrazadas por la calle, cargando la tristeza de un tiempo que no los comprende. Que los ignora. Que les roba la esperanza a ellos, que por definición deberían ser seres esperanzados y esperanzadores. ¿Dónde están los que decían que la juventud era el hoy y el mañana? ¿Se referían, acaso, sólo a la juventud a la que ellos pertenecían? En las calles, no solo de aquí, sino de todo el mundo, pululan rostros casi deformes por la pena, por la búsqueda banal e infructuosa de placer. Una búsqueda de infinito insatisfecha. Lo trascendental se le ocultó a toda una generación que no ve más allá de la fiesta, la bebida, la tecnología y el desarraigo de una sociedad que, inmersa en la economía, olvido a la  persona. Jóvenes familiares en familias que no los conocen; herederos de un profundo legado cultural que, en nombre del bienestar, olvidó la vocación del hombre de ser feliz durante toda su vida. No quiero, y lo aclaro de antemano, no quiero decir que la vida feliz es aquella sin problemas, sin dificultades, tropiezos o derrotas. Pero a toda una generación se le ha negado el derecho a conocer posibles respuestas a sus preguntas. Ya no hay familia alrededor de la mesa. Ahora quien se ocupa de la crianza es la televisión ante la ausencia de los padres. Siluetas de niños sentados durante horas frente a una pantalla, esperando. ¿Esperando qué, preguntarán? Esperando una padre que les hable, una madre que les mime. Ya no hay escuela. Hay producción masiva de bachilleres, técnicos y profesionales, mas, ellos aún buscan un alterego en el cual dejar fluir su intimidad. Una generación entera fue condenada a relatar sus problemas a amigos virtuales. ¿Qué es para ellos un amigo real? ¿Cleverbot? La misma generación que no supo que es salir de paseo por querer salir de paseo. La que se sintió obligada desde un principio a encajar en un sistema que le resultaba extraño porque nunca se le enseño a ser social. La silueta de la niña en una habitación oscura ante un televisor que solo emite estática, clásico del terror de finales del siglo XX, es lo que le ofrecieron muchos padres y madres a sus hijos cuando les solicitaron un consejo. No fue sólo esa niña la condenada al encierro de lo visual, fue toda la infancia. Esa niña era la infancia. Esas extrañas personas que evolucionaron desde ese punto a lo que hoy vemos en la calle con de desdén y disgusto, son el resultado de un interés mal dirigido. Ellos, como personajes de los cuadros de Modigliani, cada vez menos expresivos, cada vez más mustios, con sentimientos más grises y virtudes que saltan al vicio con el menor tropiezo son consecuencia de lo que no quisieron ver otros y nosotros aún nos negamos a ver. Lo importante no es sólo la economía, no es sólo la cultura, es, sobretodo, la persona. La mujer y el hombre que están allí ante nosotros esperando a ser reconocidos como personas. Es recordar al hombre a lo que nos llaman esos cuadros espantosos que salimos a ver cuando en el autobús vemos rostros carentes de expresión o, lo que es peor, llenos de una falsa alegría basada en lo material y pasajero. Es recordar la persona para hacer vida en él o en ella a lo que estamos llamados. Es un momento crítico. Es la dignidad de la persona lo que estamos todos llamados a salvar.

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